Actividades para diferenciar los determinantes y los pronombres de un texto.
Comenzamos con la canción de Amaral Sin ti no soy nada
Actividades sobre El texto
La isla del tesoro
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La isla del tesoro
La isla del tesoro R. Louis Stevenson
Imposible me ha sido rehusarme a las repetidas instancias que el Caballero Trelawney, el Doctor Livesey y otros muchos señores me han hecho para que escribiese la historia circunstanciada y completa de la Isla del Tesoro. Voy, pues, a poner manos a la obra contándolo todo, desde el alfa hasta el omega, sin dejarme cosa alguna en el tintero, exceptuando la determinación geográfica de la isla, y esto tan solamente porque tengo por seguro que en ella existe todavía un tesoro no descubierto. Tomo la pluma en el año de gracia de 1700 y retrocedo hasta la época en que mi padre tenía aún la posada del “Almirante Benbow,” y hasta el día en que por primera vez llegó a alojarse en ella aquel viejo marino de tez bronceada y curtida por los elementos, con su grande y visible cicatriz.
Todavía lo recuerdo como si aquello hubiera sucedido ayer: llegó a las puertas de la posada estudiando su aspecto, afanosa y atentamente, seguido por su maleta que alguien conducía tras él en una carretilla de mano. Era un hombre alto, fuerte, pesado, con un moreno pronunciado, color de avellana. Su trenza o coleta alquitranada le caía sobre los hombros de su nada limpia blusa marina. Sus manos callosas, destrozadas y llenas de cicatrices enseñaban las extremidades de unas uñas rotas y negruzcas. Y su rostro moreno llevaba en una mejilla aquella gran cicatriz de sable, sucia y de un color blanquizco, lívido y repugnante. Todavía lo recuerdo, paseando su mirada investigadora en torno del cobertizo, silbando mientras examinaba y prorrumpiendo, en seguida, en aquella antigua canción marina que tan a menudo le oí cantar después:
“Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto
Son quince ¡yo—oh—oh! son quince ¡viva el ron!”
con una voz de viejo, temblorosa, alta, que parecía haberse formado y roto en las barras del cabrestante. Cuando pareció satisfecho de su examen llamó a la puerta con un pequeño bastón, especie de espeque que llevaba en la mano, y cuando acudió mi padre, le pidió bruscamente un vaso de ron. Después que se le hubo servido lo saboreó lenta y pausadamente, como un antiguo catador, paladeándolo con delicia y sin cesar de recorrer alternativamente con la mirada, ora las rocas, ora la enseña de la posada.
—Esta es una caleta de buen fondo—dijo en su jerga marina—y al mismo tiempo una taberna muy bien situada. ¿Mucha clientela, patrón?
—Nó, le respondió mi padre, bastante poca, lo cual es tanto más sensible.
—Bueno, dijo él, entonces este es el camarote que yo necesito. Hola, tú, grumete, le gritó al hombre que rodaba la carretilla en que venía su gran cofre de a bordo, trae acá esa maleta y súbela. Pienso fondear aquí un poco. Y luego prosiguió:—Yo soy un hombre bastante llano; todo lo que yo necesito es ron, huevos y tocino y aquella altura que se ve allí para estar a la mira de las embarcaciones. ¿Quieren Vds. saber cómo han de llamarme? llámenme Capitán. ¡Oh! ¡ya sé lo que van a pedirme! Al decir esto arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral y añadió con un tono de altivez y una mirada tan orgullosa como de un verdadero Capitán:—¡Avisarme cuando se acabe eso!
Imposible me ha sido rehusarme a las repetidas instancias que el Caballero Trelawney, el Doctor Livesey y otros muchos señores me han hecho para que escribiese la historia circunstanciada y completa de la Isla del Tesoro. Voy, pues, a poner manos a la obra contándolo todo, desde el alfa hasta el omega, sin dejarme cosa alguna en el tintero, exceptuando la determinación geográfica de la isla, y esto tan solamente porque tengo por seguro que en ella existe todavía un tesoro no descubierto. Tomo la pluma en el año de gracia de 1700 y retrocedo hasta la época en que mi padre tenía aún la posada del “Almirante Benbow,” y hasta el día en que por primera vez llegó a alojarse en ella aquel viejo marino de tez bronceada y curtida por los elementos, con su grande y visible cicatriz.
Todavía lo recuerdo como si aquello hubiera sucedido ayer: llegó a las puertas de la posada estudiando su aspecto, afanosa y atentamente, seguido por su maleta que alguien conducía tras él en una carretilla de mano. Era un hombre alto, fuerte, pesado, con un moreno pronunciado, color de avellana. Su trenza o coleta alquitranada le caía sobre los hombros de su nada limpia blusa marina. Sus manos callosas, destrozadas y llenas de cicatrices enseñaban las extremidades de unas uñas rotas y negruzcas. Y su rostro moreno llevaba en una mejilla aquella gran cicatriz de sable, sucia y de un color blanquizco, lívido y repugnante. Todavía lo recuerdo, paseando su mirada investigadora en torno del cobertizo, silbando mientras examinaba y prorrumpiendo, en seguida, en aquella antigua canción marina que tan a menudo le oí cantar después:
“Son quince los que quieren el cofre de aquel muerto
Son quince ¡yo—oh—oh! son quince ¡viva el ron!”
con una voz de viejo, temblorosa, alta, que parecía haberse formado y roto en las barras del cabrestante. Cuando pareció satisfecho de su examen llamó a la puerta con un pequeño bastón, especie de espeque que llevaba en la mano, y cuando acudió mi padre, le pidió bruscamente un vaso de ron. Después que se le hubo servido lo saboreó lenta y pausadamente, como un antiguo catador, paladeándolo con delicia y sin cesar de recorrer alternativamente con la mirada, ora las rocas, ora la enseña de la posada.
—Esta es una caleta de buen fondo—dijo en su jerga marina—y al mismo tiempo una taberna muy bien situada. ¿Mucha clientela, patrón?
—Nó, le respondió mi padre, bastante poca, lo cual es tanto más sensible.
—Bueno, dijo él, entonces este es el camarote que yo necesito. Hola, tú, grumete, le gritó al hombre que rodaba la carretilla en que venía su gran cofre de a bordo, trae acá esa maleta y súbela. Pienso fondear aquí un poco. Y luego prosiguió:—Yo soy un hombre bastante llano; todo lo que yo necesito es ron, huevos y tocino y aquella altura que se ve allí para estar a la mira de las embarcaciones. ¿Quieren Vds. saber cómo han de llamarme? llámenme Capitán. ¡Oh! ¡ya sé lo que van a pedirme! Al decir esto arrojó tres o cuatro monedas de oro en el umbral y añadió con un tono de altivez y una mirada tan orgullosa como de un verdadero Capitán:—¡Avisarme cuando se acabe eso!
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